¡Vuelvan caras, carajo!
La obra de Rafael Baena ¡Vuelvan Caras Carajo ¡
El grito de José Antonio Páez. ¡Chapetones cabrones! (Tomada de la página de la editorial Pre-textos de España)
Juan José Rondón visto por Constancio Franco. Colección Museo Nacional. Tomada de El Espectador.
El grito de José Antonio Páez. ¡Chapetones cabrones! (Tomada de la página de la editorial Pre-textos de España)
Juan José Rondón visto por Constancio Franco. Colección Museo Nacional. Tomada de El Espectador.
Tomado de:
http://lectonauta.wordpress.com/
Rafael Baena: Malón y Rondón
Enero 15, 2010
Han sido escritas en las revistas Número y El Malpensante dos reseñas sobre esta segunda obra de Rafael Baena. El escritor sincelejano, nacido en 1955 (así lo dicta una de las solapas del libro), no tiene un pelo de bobo. Eso dicen las críticas. Han elogiado, sobre todo, su capacidad de novelar la historia. Que sea válido o no hacerlo no es asunto mío. En mi humilde opinión, cuando la historia se vuelca a la narrativa esta retoma lo único que justifica la existencia: los vicios, las carencias y los desaciertos. Queda pendiente esa discusión para otra ocasión.
¡Vuelvan caras, carajo! tiene, quizá, dos componentes esenciales: el amor y la muerte. Esa dualidad no deja de acompañar a su narrador, Angus Malone. Malone (o el españolizado Malón que le ponen sus compañeros de guerra) es un escocés que ha peleado contra Napoleón y ahora viene a América a pelear contra Fernando VII. Se une, junto a muchos otros ingleses, al ejército (¿en realidad era un ejército?) de Bolívar y conforma la Legión Británica. Allí conoce a Juan José Rondón, un oficial importante, único y (requisito esencial para pasar a la historia) olvidado. La sangre, la libertad y los equinos, convierten a este par de guerreros en amigos.
El grito de José Antonio Páez. ¡Chapetones cabrones! (Tomada de la página de la editorial Pre-textos de España)
He hablado de una dualidad y es preciso examinarla. No se puede negar que la novela gira en torno a esos dos ejes y, por otra parte, que esa apreciación es bastante obvia. El proceso de independencia de América no puede desligarse de ese lenguaje: inevitable que las infidelidades (únicos salvaguardas de los soldados en harapos), los asesinatos, la indiferencia, el desconocimiento del otro y la sevicia sean componentes primarios de esa novela. Baena no niega esa necesidad: Malón juega al descubrimiento de ese mundo nuevo a través de sus hombres. Verbigracia: Bolívar necesita cruzar el río Apure para proveer al ejército. Un pequeño grupo de jinetes, entre ellos Malone, ha encontrado un vado, un lugar poco profundo, para pasar con la caballería. Hay un obstáculo: una “escuadrilla de lanchas flecheras artilladas” cuida el paso. Un intento y varios patriotas caen muertos. Eso es todo. Los patriotas no tienen lanchas ni artillería. Páez reúne a su caballería y se lanza al agua, con todo y caballos. Que hable Malone:
(…) pero lo que sobrevino a continuación una vez las panzas de la caballada tocaron la superficie del río fue casi una epifanía, una visión fantástica que ni la mente más febril hubiese podido imaginar: con sus largas lanzas de palma de abanico asidas entre los dientes, los llaneros dejaron caer las sillas y nadaron cada uno al lado de su montura, guiándola con pequeños palmetazos que daban al agua para salpicar este o aquel lado de la cara del animal, según fuera la dirección deseada. (p. 69)
Y concluye Malón, sorprendido por la intrépida emboscada:
En mi caso particular, el clamor de la victoria terminó dejándome del todo convencido respecto a la futilidad de cualquier instrucción militar que pudiéramos darles yo, o cualquiera de los británicos que formábamos el ejército, a aquellos hombres tan ignaros como osados, tan acostumbrados a plantar cara a las leyes de la naturaleza que se sentían sobrados a la hora de desafiar los cánones de la guerra convencional (p. 70)
El escocés, entrenador de guerreros, experto en el manejo del sable, que ha degollado a muchos hombres en medio de la ira, no comprende (y la suya se suma sorpresa en estado puro) cómo es posible ese espíritu de Libertad o muerte. “¡Debemos apoderarnos de esas flecheras o morir en el intento!”, dice Páez. Claro. Los verdaderos luchadores, en cualquier profesión, o logran su cometido o se mueren. No se puede vivir en la derrota. Se le puede aceptar como una compañera temporal, no permanente.
Los lectores deben agradecer a sus escritores por el trabajo y el rigor a que se obligan en su juego literario. Baena construyó de manera acertada a su narrador: es un extranjero que nos ayuda a descubrir un mundo para él también desconocido; es un foráneo que termina adoptando cierto lenguaje (y con ello, un cuerpo simbólico) perteneciente a América. Incluso el amor a los equinos, tan poderoso en la caballería ya legendaria de Bolívar, se vuelve también suyo. Murat, el caballo que le ha acompañado durante un buen tramo del paso por los Andes, muere a causa de una bala que le dado por error. Dice Malone:
(…) y aún hoy me cuesta trabajo recordar la dimensión de mi dolor, porque más allá de servirme de Murat para que me llevara hasta Santafé, lo consideraba parte de lo que yo era como persona y como soldado. (p. 175)
Malone se vuelve más humano gracias a su relación con Juan José Rondón, de quien habla con mucho respeto y, sobre todo, amor, amistad, admiración. Aquí nos encontramos de frente con otro plano de esta novela: la humanización de sus personajes. Bolívar, Páez, Santander, Rooke, el propio Malone, los soldados, las prostitutas, Morillo, han perdido la estela mitológica impuesta por la historia. Son seres humanos, por encima de todo. Ambiciosos, malhumorados, asesinos, amorosos, infieles. Bolívar (apodado el Tío Por supuesto, el Viejo, el Culoeyerro) es un tipo que cambia de ánimo cada tanto, sin exponer razón alguna. José Antonio Páez sufre de ataques de epilepsia que, en medio de la batalla, le lanzan al piso, totalmente desprotegido. Santander, según Hortense (una de las mujeres de madame Coq Au Vin, un prostíbulo), “tiene solucionados sus asuntos privados con las indias de siempre y con ciertas culifruncidas de Socorro (…)”. Juan José Rondón, nuestro personaje, es un llanero de las planicies venezolanas que ama a muerte a su familia, pero aún así no resiste sus impulsos y necesita de una mujer. Es un autodidacta, además. Malone, quien no desea ser protagonista pero lo es por su memoria misma, es un hombre soñador, tranquilo, cordial, impetuosos en la batalla, líder innegable, amante empedernido.
Esa suerte de “desmitificación” de los personajes hace que la novela histórica sea un trabajo consciente y, además, sincero. No se propone una versión de los hechos sino una interpretación de los mismos*. Baena propone (o, más bien, crea) un Juan José Rondón de carne y hueso. Un llanero que, en su soledad misma, pretende regocijarse en sus compañeros de armas. Ellos forman una comunidad que se identifica por un ideal. Ya para ellos no existe Dios o ley alguna que no sea la de la muerte.
Y aquí tocamos otra fibra sensible: la banalización de la muerte. ¿Se han dado cuenta, lectores confidentes, que la muerte es, en la novela, sólo una expresión más de la guerra? Muertos caen muchos en el paso por los Andes, en las batallas y escaramuzas, en los recorridos arriegados por la geografía de la Nueva Granada. La muerte es castigo y virtud, cosa paradójica. Es amenaza y también recompensa. La batalla, por momentos, no tiene sentido alguno. Dice Rondón a Malone, poco después de entrar victoriosos a Caracas, mirando a la multitud:
Mira bien sus caras, Malón. Son los mismo que hace un tiempo aclamaron la Legión Infernal de Boves y aplaudieron su victoria. Los mismos que tras el derrumbe de la Segunda República permanecieron indiferentes ante el salvajismo chapetón. Pero qué le vamos a hacer, si ya está claro que la masa no piensa ni recuerda sino que se acomoda. (p. 321)
Este es otro Juan José, un tipo que piensa, no un intelectual, apenas un aprendiz feroz. Escribe a Malón, cuando éste ya está en Escocia:
Imaginarás cómo me siento, Malone, al descubrir que la Revolución también puede ser injusta. (p. 327)
¡Concluyamos esto, carajo!
Quería escribir una crítica negativa de la novela que tenía que ver con los datos históricos o una cosa así, pero ya no lo recuerdo. He preferido, sin preámbulos, decir que ¡Vuelvan caras, carajo! es quizá la memoria de un hecho desvalorizado y de un personaje olvidado: la batalla de Independencia y el papel decisivo de los lanceros de Juan José Rondón. Hay algunos errores en la edición de la novela, pero ¿qué se le va a hacer? No la edité yo, no sé que habrá sucedido. Me importan Rondón y los caballos, Malone y Eulalia y, por supuesto, el desenlace, que aquí no contaré pero que conmueve hasta las lágrimas. Que termine Rondón, que le habla a Corazonada, nuevo equino de Malón:
Princesa de mi corazón, hazme el favor de llevar con bien a mi capitán, cuídalo, no lo dejes desviar del camino y, sobre todo, quiérelo, coño, que ya quedan muchos como él.
*Hay una disputa (por cierto, estúpida) entre historiadores y novelistas. El país de la canela de William Ospina, que trata de los viajes por la Amazonía a cargo de Orellana en busca de un país lleno de esa especia, ha enfrentado ciertas críticas por su dizque “simplificación” de la historia. Es un error pensar que narrar la historia signifique simplificarla. Por otro parte, es una necesidad de los lectores conocer el mundo pasado a su misma altura, y no desde los pedestales que han otorgado las pintorescas clases de historia en los colegios. Aquí, lo juro, acabo la discusión.
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Publicado por Juan David Torres Duarte
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Rafael Baena: Malón y Rondón
Enero 15, 2010
Han sido escritas en las revistas Número y El Malpensante dos reseñas sobre esta segunda obra de Rafael Baena. El escritor sincelejano, nacido en 1955 (así lo dicta una de las solapas del libro), no tiene un pelo de bobo. Eso dicen las críticas. Han elogiado, sobre todo, su capacidad de novelar la historia. Que sea válido o no hacerlo no es asunto mío. En mi humilde opinión, cuando la historia se vuelca a la narrativa esta retoma lo único que justifica la existencia: los vicios, las carencias y los desaciertos. Queda pendiente esa discusión para otra ocasión.
¡Vuelvan caras, carajo! tiene, quizá, dos componentes esenciales: el amor y la muerte. Esa dualidad no deja de acompañar a su narrador, Angus Malone. Malone (o el españolizado Malón que le ponen sus compañeros de guerra) es un escocés que ha peleado contra Napoleón y ahora viene a América a pelear contra Fernando VII. Se une, junto a muchos otros ingleses, al ejército (¿en realidad era un ejército?) de Bolívar y conforma la Legión Británica. Allí conoce a Juan José Rondón, un oficial importante, único y (requisito esencial para pasar a la historia) olvidado. La sangre, la libertad y los equinos, convierten a este par de guerreros en amigos.
El grito de José Antonio Páez. ¡Chapetones cabrones! (Tomada de la página de la editorial Pre-textos de España)
He hablado de una dualidad y es preciso examinarla. No se puede negar que la novela gira en torno a esos dos ejes y, por otra parte, que esa apreciación es bastante obvia. El proceso de independencia de América no puede desligarse de ese lenguaje: inevitable que las infidelidades (únicos salvaguardas de los soldados en harapos), los asesinatos, la indiferencia, el desconocimiento del otro y la sevicia sean componentes primarios de esa novela. Baena no niega esa necesidad: Malón juega al descubrimiento de ese mundo nuevo a través de sus hombres. Verbigracia: Bolívar necesita cruzar el río Apure para proveer al ejército. Un pequeño grupo de jinetes, entre ellos Malone, ha encontrado un vado, un lugar poco profundo, para pasar con la caballería. Hay un obstáculo: una “escuadrilla de lanchas flecheras artilladas” cuida el paso. Un intento y varios patriotas caen muertos. Eso es todo. Los patriotas no tienen lanchas ni artillería. Páez reúne a su caballería y se lanza al agua, con todo y caballos. Que hable Malone:
(…) pero lo que sobrevino a continuación una vez las panzas de la caballada tocaron la superficie del río fue casi una epifanía, una visión fantástica que ni la mente más febril hubiese podido imaginar: con sus largas lanzas de palma de abanico asidas entre los dientes, los llaneros dejaron caer las sillas y nadaron cada uno al lado de su montura, guiándola con pequeños palmetazos que daban al agua para salpicar este o aquel lado de la cara del animal, según fuera la dirección deseada. (p. 69)
Y concluye Malón, sorprendido por la intrépida emboscada:
En mi caso particular, el clamor de la victoria terminó dejándome del todo convencido respecto a la futilidad de cualquier instrucción militar que pudiéramos darles yo, o cualquiera de los británicos que formábamos el ejército, a aquellos hombres tan ignaros como osados, tan acostumbrados a plantar cara a las leyes de la naturaleza que se sentían sobrados a la hora de desafiar los cánones de la guerra convencional (p. 70)
El escocés, entrenador de guerreros, experto en el manejo del sable, que ha degollado a muchos hombres en medio de la ira, no comprende (y la suya se suma sorpresa en estado puro) cómo es posible ese espíritu de Libertad o muerte. “¡Debemos apoderarnos de esas flecheras o morir en el intento!”, dice Páez. Claro. Los verdaderos luchadores, en cualquier profesión, o logran su cometido o se mueren. No se puede vivir en la derrota. Se le puede aceptar como una compañera temporal, no permanente.
Los lectores deben agradecer a sus escritores por el trabajo y el rigor a que se obligan en su juego literario. Baena construyó de manera acertada a su narrador: es un extranjero que nos ayuda a descubrir un mundo para él también desconocido; es un foráneo que termina adoptando cierto lenguaje (y con ello, un cuerpo simbólico) perteneciente a América. Incluso el amor a los equinos, tan poderoso en la caballería ya legendaria de Bolívar, se vuelve también suyo. Murat, el caballo que le ha acompañado durante un buen tramo del paso por los Andes, muere a causa de una bala que le dado por error. Dice Malone:
(…) y aún hoy me cuesta trabajo recordar la dimensión de mi dolor, porque más allá de servirme de Murat para que me llevara hasta Santafé, lo consideraba parte de lo que yo era como persona y como soldado. (p. 175)
Malone se vuelve más humano gracias a su relación con Juan José Rondón, de quien habla con mucho respeto y, sobre todo, amor, amistad, admiración. Aquí nos encontramos de frente con otro plano de esta novela: la humanización de sus personajes. Bolívar, Páez, Santander, Rooke, el propio Malone, los soldados, las prostitutas, Morillo, han perdido la estela mitológica impuesta por la historia. Son seres humanos, por encima de todo. Ambiciosos, malhumorados, asesinos, amorosos, infieles. Bolívar (apodado el Tío Por supuesto, el Viejo, el Culoeyerro) es un tipo que cambia de ánimo cada tanto, sin exponer razón alguna. José Antonio Páez sufre de ataques de epilepsia que, en medio de la batalla, le lanzan al piso, totalmente desprotegido. Santander, según Hortense (una de las mujeres de madame Coq Au Vin, un prostíbulo), “tiene solucionados sus asuntos privados con las indias de siempre y con ciertas culifruncidas de Socorro (…)”. Juan José Rondón, nuestro personaje, es un llanero de las planicies venezolanas que ama a muerte a su familia, pero aún así no resiste sus impulsos y necesita de una mujer. Es un autodidacta, además. Malone, quien no desea ser protagonista pero lo es por su memoria misma, es un hombre soñador, tranquilo, cordial, impetuosos en la batalla, líder innegable, amante empedernido.
Esa suerte de “desmitificación” de los personajes hace que la novela histórica sea un trabajo consciente y, además, sincero. No se propone una versión de los hechos sino una interpretación de los mismos*. Baena propone (o, más bien, crea) un Juan José Rondón de carne y hueso. Un llanero que, en su soledad misma, pretende regocijarse en sus compañeros de armas. Ellos forman una comunidad que se identifica por un ideal. Ya para ellos no existe Dios o ley alguna que no sea la de la muerte.
Y aquí tocamos otra fibra sensible: la banalización de la muerte. ¿Se han dado cuenta, lectores confidentes, que la muerte es, en la novela, sólo una expresión más de la guerra? Muertos caen muchos en el paso por los Andes, en las batallas y escaramuzas, en los recorridos arriegados por la geografía de la Nueva Granada. La muerte es castigo y virtud, cosa paradójica. Es amenaza y también recompensa. La batalla, por momentos, no tiene sentido alguno. Dice Rondón a Malone, poco después de entrar victoriosos a Caracas, mirando a la multitud:
Mira bien sus caras, Malón. Son los mismo que hace un tiempo aclamaron la Legión Infernal de Boves y aplaudieron su victoria. Los mismos que tras el derrumbe de la Segunda República permanecieron indiferentes ante el salvajismo chapetón. Pero qué le vamos a hacer, si ya está claro que la masa no piensa ni recuerda sino que se acomoda. (p. 321)
Este es otro Juan José, un tipo que piensa, no un intelectual, apenas un aprendiz feroz. Escribe a Malón, cuando éste ya está en Escocia:
Imaginarás cómo me siento, Malone, al descubrir que la Revolución también puede ser injusta. (p. 327)
¡Concluyamos esto, carajo!
Quería escribir una crítica negativa de la novela que tenía que ver con los datos históricos o una cosa así, pero ya no lo recuerdo. He preferido, sin preámbulos, decir que ¡Vuelvan caras, carajo! es quizá la memoria de un hecho desvalorizado y de un personaje olvidado: la batalla de Independencia y el papel decisivo de los lanceros de Juan José Rondón. Hay algunos errores en la edición de la novela, pero ¿qué se le va a hacer? No la edité yo, no sé que habrá sucedido. Me importan Rondón y los caballos, Malone y Eulalia y, por supuesto, el desenlace, que aquí no contaré pero que conmueve hasta las lágrimas. Que termine Rondón, que le habla a Corazonada, nuevo equino de Malón:
Princesa de mi corazón, hazme el favor de llevar con bien a mi capitán, cuídalo, no lo dejes desviar del camino y, sobre todo, quiérelo, coño, que ya quedan muchos como él.
*Hay una disputa (por cierto, estúpida) entre historiadores y novelistas. El país de la canela de William Ospina, que trata de los viajes por la Amazonía a cargo de Orellana en busca de un país lleno de esa especia, ha enfrentado ciertas críticas por su dizque “simplificación” de la historia. Es un error pensar que narrar la historia signifique simplificarla. Por otro parte, es una necesidad de los lectores conocer el mundo pasado a su misma altura, y no desde los pedestales que han otorgado las pintorescas clases de historia en los colegios. Aquí, lo juro, acabo la discusión.
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Labels: Bibliografía, General José Antonio. Páez, Valores Nacionales
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