Páez y Manuelote
Busto del General José Antonio Páez en el Hato La Calzada
En su Autobiografía, José Antonio Páez cuenta cómo se hizo diestro en las tareas del llanero, bajo la dura mano del capataz Manuelote. Esto ocurría en 1807 y 1808, en el hato La Calzada, propiedad de Manuel Antonio Pulido. ¡Es Páez quien habla ¡
Tocóme de capataz un negro alto, taciturno y de severo aspecto, a quien contribuía a hacer más venerable una ríspida y poblada barba, apenas se había puesto el novicio a sus órdenes, cuando, con voz imperiosa, le ordenaba que montase un caballo sin rienda, caballo que jamás había sentido sobre el lomo ni el peso de la carga, ni el domador. Como ante órdenes sin réplica ni excusa, no había que vacilar, saltaba el pobre peón sobre el potro salvaje, echaba mano a sus ásperas y espesas crines, y no bien se había asentado, cuando, la fiera empezaba a dar saltos y corcavos, o tirando furiosas dentelladas al jinete, cuyas piernas corrían graves peligros, trataba de desembrazarse de la extraña carga, para él insoportable, o despidiendo fuego por los ojos y narices, se lanzaba enfurecida en demanda de sus compañeros en los llanos, como si quisiera impetrar su auxilio contra el enemigo que oprimía sus hijares.
El pobre jinete cree que un huracán, desencadenando toda su furia, le lleva en sus alas y le arrastra casi sobre la superficie de la tierra, que imagina a corta distancia de sus pies, sin que le sea dado alcanzarla, porque ella también huye con la velocidad del relámpago. Zumba el viento en sus oídos cual si penetrase con toda su fuerza en las concavidades de una profunda caverna; apenas se atreve el cuitado a respirar; y si conserva abiertos los espantados ojos, es solamente para ver si puede hallar auxilio en alguna parte, o convencerse de que el peligro no es tan grande como pudiera representárselo la imaginación sin el testimonio del sentido de la vista.
El terreno, que al tranquilo espectador no presenta ni la más leve desigualdad, para el aterrado jinete, se abre a cado paso en simas espantosas, donde él y la fiera van sin remedio a despeñarse. No hay que esperar más amparo que el que quiera dar el cielo, y encomiéndase con todo fervor a la Virgen del Carmen, cuyo escapulario lleva colgado al cuello, aguardando por momentos su último instante. Al fin cesa la angustia, pues el caballo se rinde de puro cansado, y abandona poco a poco el impetuoso escape que agota sus fuerzas.
Cuando repite la operación, ya el novicio llanero tiene menos susto, hasta que al fin no hay placer para él más grande que domar la alimaña que antes le había hecho experimentar terrores inexplicables.
El hato de La Calzada se hallaba a cargo, como he dicho, de un negro llamado Manuel o según le decíamos todos, Manuelote, el cual era esclavo de Pulido y ejercía el cargo de mayordomo. El propietario no visitaba en aquella época su finca por haberse quemado la casa de habitación, y todo cuanto existía en el hato se hallaba a disposición del ceñudo mayordomo. Las sospechas que algunos peones habían hecho concebir a Manuelote, de que, bajo el pretexto de buscar servicio, había ido yo a espiar su conducta, hicieron que me tratase con mucha dureza, dedicándome siempre a los trabajos más penosos, como domar caballos salvajes, sin permitirme montar sino los de esta clase; pastorear los ganados durante el día, bajo un sol abrasador, operación que por esta causa y la vigilancia que exigía, era la que yo más odiaba; velar por las noches las madrinas de los caballos, para que no se ahuyentasen; cortar con hachas maderos para las cercas y finalmente, arrojarme con el caballo a los ríos, cuando aún no sabía nadar, para pasar como guía los ganados de una ribera a otra. Recuerdo que un día, al llegar a un río me gritó: “Tírese al agua y guíe el ganado”. Como yo titubease, manifestándole que no sabía nadar, me contestó en tono de cólera:” yo no le pregunte a usted si sabe nadar o no; le mando que se tire al río y guíe el ganado”.
Mucho, mucho sufrí con aquel trato: las manos se me rajaron a consecuencia de los grandes esfuerzos que hacía para sujetar los caballos por el cabestro de cerda que se usa para domarlos, amarrado al pescuezo de la bestia, y asegurado al bozal en forma de rienda. Obligado a bregar con aquellos indómitos animales, en pelo o montado en una silla de madera con correas de cuero sin adobar, mis muslos sufrían tanto que muchas veces se cubrían de rozaduras que brotaban sangre. Hasta gusanos me salieron en las heridas, cosa no rara en aquellos desiertos y en aquella vida salvaje: semejantes engendros produce la multitud de moscas que abundan allí en la estacón de las lluvias.
Acabado el trabajo del día, Manuelote, echado en la hamaca, solía: decirme “Catire Páez”, traiga un camazo con agua, y láveme los pies”; y después me mandaba que le meciese hasta que se quedaba dormido. Me distinguía con el nombre de catire (rubio), y con la preferencia sobre todos los demás peones, para desempeñar cuanto había más difícil y peligroso que hacer en el hato.
Cuando, algunos años después, le tomé prisionero en la Mata de la Miel, le traté con la mayor bondad; hasta hacerle sentar a mi propia mesa; y un día que le manifesté el deseo de serle útil en alguna cosa, me suplicó como único favor que le diera un salvo conducto para retirarse a su casa. Al momento le complací, por lo que, agradecido al buen tratamiento que había recibido, se incorporó más tarde en mis filas. Entonces, los demás llaneros en su presencia solían decirse unos a otros con cierta malicia:” catire Páez, traiga un camazo de agua y láveme los pies “. Picado Manuelote con aquellas alusiones de otros tiempos, les contestaba: “ya sé que ustedes. Dicen eso por mí; pero a mí me deben el tener a la cabeza un hombre tan fuerte, y la patria una de las mejores lanzas, porque fui yo quien lo hice hombre.
Tomado de José Antonio Páez Autobiografía. Caracas: Edición del Ministerio de Educación Paginas 8-11
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