Thursday, September 18, 2008

PÁEZ BOLIVAR Y PEDRO CAMEJO EL CÉLEBRE “NEGO PRIMERO”


Uno de los personajes más populares y nombrados entre los héroes de de la independencia, es el Teniente Pedro Camejo, quienes todos llamaban en vida ­ - y sigue llamando la historia ­­­­- “Negro Primero”. La devoción popular ha rodeado siempre de respeto. El sitio donde cayó en el campo de Carabobo. Oigamos al General Páez, recordando la batalla de Carabobo, contar algunas anécdotas del Negro Primero.

Los oficiales de mi Estado Mayor que murieron en esta memorable acción fueron: Coronel Ignacio Meleán, Manuel Arráiz, herido mortalmente, Capitán Juan Bruno, Teniente Pedro Camejo(a) El Negro Primero, Teniente José María Olivera y Teniente Nicolás Arias.

Entre todos con más cariño recuerdo a Camejo, generalmente conocido entonces con el sobrenombre de “El Negro Primero”, esclavo un tiempo, que tuvo mucha parte en algunos de los hechos que he referido en el trascurso de esta narración.

Cuando yo bajé de Achaguas después de la acción del Yagual, se me presentó este negro, que mis soldados de Apure me aconsejaron incorporarse al ejercito, pues les constaba a ellos que era hombre de gran valor y sobre todo muy buena lanza. Su robusta constitución me lo recomendaba mucho, y a poco de hablar con él, advertí que poseía la candidez del hombre en su estado primitivo y uno esos caracteres simpáticos que se atraen bien pronto el efecto de los que lo tratan. Llamábase Pedro Camejo y había sido esclavo del propietario vecino de Apure, Don Vicente Alfonzo, quien le había puesto al servicio del rey porque el carácter del negro sobrado celoso de su dignidad, le inspiraba algunos temores.

Después de la acción de Araure quedó tan disgustado del servicio militar que se fue al Apure, y allí permaneció oculto algún tiempo hasta que vino a presentárseme, como he dicho, después de la función del Yagual.
Admitíle en mis filas y siempre a mi lado fue para mí preciosa adquisición. Tales pruebas de valor dio en todos los reñidos encuentros que tuvimos con el enemigo, que sus mismos compañeros le dieron el título de “El Negro Primero”. Estos se divertían mucho con él, y sus chistes naturales y observaciones sobre todos los hechos que veía o había presenciado, mantenían la alegría de sus compañeros que siempre le buscaban para darle materia de conversación.


Sabiendo que bolívar debía venir a reunirse conmigo en el Apure, recomendó a todos muy vivamente que no fueran a decirle al Libertador que él había servido en el ejército realista. Semejante recomendación bastó para que a su llegada le hablaran a Bolívar del negro, con gran entusiasmo, refiriéndole el empeño que tenía en que no supiera que él había estado al servicio del rey.

Así, pues, cuando Bolívar le vio por primera vez, se le acercó con mucho afecto, y después de congratularse con él por su valor le dijo:
-¿pero qué le movió a usted, a servir en las filas de nuestros enemigos?
Miro el negro a los circunstantes como si quisiera enrostrarles la indiscreción que habían cometido, y dijo después.
-Señor, la codicia.
-¿cómo así? – pregunto Bolívar.

-yo había notado, continuó el negro que todo el mundo iba a la guerra sin camisa y sin un Real (Moneda de la época) y volvía después vestido con un uniforme muy bonito y con dinero en el bolsillo. Entonces yo quise ir también a buscar fortuna y más que nada a conseguir tres aperos de plata, uno para el negro Mindola, otro para Juan Rafael y otro para mí. La primera batalla que tuvimos con los patriotas fue la de Araure: ellos tenían más de mil hombres, como yo se lo decía a mi compañero José Félix: nosotros teníamos mucha más gente y yo gritaba que me diesen cualquier arma con qué pelear, porque yo estaba seguro de que nosotros íbamos a vencer. Cuando creí que se había acabado la pelea, me apeé de mi caballo y fui a quitarle una casaca muy bonita a un blanco que estaba tendido y muerto en el suelo. En ese momento vino el comandante, gritando “A caballo “. ¿Cómo es eso, dije yo, pues no se acabo esta guerra? – acabarse, nada de eso; venia tanta gente que parecía una zamurada.

-¿Qué decía usted. Entonces? – dijo Bolívar.
- deseaba que fuéramos a tomar peces. No hubo más remedio que huir, y yo eché a correr en mi mula, pero el maldito animal se me cansó y tuve que coger monte a pie. El día siguiente yo y José Félix fuimos a un hato a ver si nos daban que comer; pero su dueño cuando supo que yo era de las tropas de Ñaña (Yáñez) me miró con tan malos ojos, que me pareció mejor huir e irme al Apure.

- Dicen, le interrumpió Bolívar, que allí mataba usted. Las vacas que no le pertenecían.

- Por supuesto, replicó y si no, ¿qué comería? en fin vino el mayordomo (así llamaba a Páez) al Apure, y nos enseño lo que era la patria y que la diablocracia no era ninguna cosa mala, y desde entonces yo estoy sirviendo a los patriotas.

Conservaciones por este estilo, sostenidas en un lenguaje sui generis, divertían mucho a Bolívar, y en nuestras marchas el Negro Primero nos servía de gran Distracción y entretenimiento.

Continuó a mi servicio, distinguiéndose siempre en todas las acciones más notables, y figura su nombre entre los héroes de las Queseras del Medio.
El día antes de la batalla de Carabobo, que él decía que iba a ser la cisiva (por la decisiva), arengo a sus compañeros imitando el lenguaje que me había oído usar en casos semejantes, y para infundirles valor y confianza les decía con el fervor de un musulmán, que las puertas del cielo se abrían a los patriotas que morían en el campo, pero se cerraban a los que dejaban de vivir huyendo delante del enemigo.

El día de la batalla, a los primeros tiros cayó herido mortalmente, y tal noticia produjo después un profundo dolor en todo el ejército। Bolívar, cuando lo supo, la consideró como una desgracia y se lamentaba de que le hubiese sido dado presentar en Caracas aquel hombre que llamaba sin igual en la sencillez, y sobre todo, admirable en el estilo peculiar en que expresaba sus ideas.

Tomado de José Antonio Páez Autobiografía. Caracas: Librería y Editorial el Maestro. 1945, Tomo I. Págs

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Friday, September 12, 2008

El Paraíso es patrimonial pese a su abandono


Tomado de www.entornointeligente.com11 de Septiembre de

Detrás de rejas y muros altos con cercas electrificadas, las viejas casas de El Paraíso son memoria del momento en el que, en 1892, la ciudad se atrevió a salirse de las cuadrículas tradicionales del casco fundacional para asentarse con un modelo urbano que nunca se había visto: un suburbio de viviendas elegantes, separadas unas de la otras, con jardines por los cuatro costados.
De aquellos años quedaron viviendas y espacios públicos con valores de diseño únicos que, a pesar de que muchos están sumidos en el deterioro, fueron considerados para su conservación por el Instituto de Patrimonio Cultural al incluirlos en el catálogo del patrimonio del Municipio Libertador. De acuerdo con el censo que hizo el organismo entre los años 2004 y 2007, en la urbanización hay unas 160 construcciones que no podrán ser demolidas o modificadas sin autorización, como las plazas Madariaga, Páez y Washington, la vieja sede del Instituto Pedagógico de Caracas, el Monumento a Carabobo (La Índia de El Paraíso), el Liceo Caracas, la capilla del Colegio San José de Tarbes, la Villa Julia (la casa más antigua de la zona), la iglesia de Nuestra Señora de Coromoto, las residencias Quintas Aéreas y una larga lista de edificios y casas particulares.
Ahora que existe la protección, hace falta un plan de recuperación, al menos para los espacios públicos, que le devuelva el brillo a la zona, pero sobre todo la seguridad.
Joe Agostini, miembro del consejo comunal de Las Fuentes, indicó que entre las prioridades para la recuperación se debe tomar en cuenta la instalación de un nuevo sistema de alumbrado público que ahuyente a los delincuentes. Luego -considera- deben proseguir con el rescate de las áreas públicas.
"La plaza Washington está destruida por completo. En marzo le pusieron explosivos a la estatua y quedó muy debilitada en su base", señaló el vecino.
Las estatuas de las plazas José Antonio Páez y Madariaga no han corrido con una suerte deferente, pues delincuentes han cortado piezas de bronce, ocasionándoles daños severos.
Oscar Fuentes conserva varias piezas del patrimonio de El Paraíso. La primera es la Villa Julia, la casa más antigua de la urbanización, construida en los años en que comenzó el desarrollo de la zona; el resto, son partes de las esculturas de la plaza Madariaga que ha recogido y resguarda en su vivienda hasta que algún organismo emprenda la restauración.Fuentes consiguió un brazo del Arcángel de bronce y la cabeza de Narciso, obras que junto con un monumento al 19 de abril de 1810 llamado Movimiento de Vicente Salías y José Cortés de Madariaga integran una colección protegida en el catálogo de patrimonio del IPC.
Hannia Gómez, presidenta de la Fundación de la Memoria Urbana, aseguró que tiene la esperanza de que algún día habrá seguridad y los propietarios de las casas podrán desmontar las rejas que interfieren con el paisaje urbano: "La arquitectura de El Paraíso es entre jardines, amable, hecha para admirar".

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Monday, September 1, 2008

Mi Nacimiento.

Boceto a lápiz del General José Antonio Páez en ruana, elaborado por su hijo Ramón Páez en 1846, excelente, artista, y retratista.

La simple y azarosa vida del General José Antonio Páez al igual que el acero se irá forjando y templando con el devenir del tiempo, debido a cada una de las vicisitudes y circunstancias que rodearon su proactiva existencia, y él mismo es quien nos narra donde y como vio la luz, sus primeras letras, su interesante y apasionante historia al ser asaltado cuando solo contaba diez y siete años en la montaña de Mayurupí cerca de Urachiche en el Estado Yaracuy.

El 13 de Junio de 1790 nací en una modesta casita, a orillas del riachuelo Curpa, cerca del pueblo de Acarigua, cantón de Araure, provincia de Barinas, Venezuela. En la Iglesia Parroquial de aquel pueblo recibí las aguas del bautismo. Juan Victorio Páez y María Volante Herrera fueron mis padres, habiéndome tocado ser el penúltimo de sus hijos y el sólo que sobrevive de los ocho hermanos que éramos. Nuestra fortuna era escasísima. Mi padre servía de empleado al gobierno colonial, en el ramo del estanco de tabaco, y establecido entonces en la ciudad de Guanare, de la misma provincia, residía allí para el desempeño de sus deberes, lejos con frecuencia de mi excelente madre, que por diversos motivos jamás tuvo con sus hijos residencia fija.

Tenía ya ocho años de edad cuando ella me mando a la escuela de la señora Gregaria Díaz, en el pueblo de Guama, y allí aprendí los primeros rudimentos de una enseñanza demasiado circunscrita. Por lo general, en Venezuela no había escuelas bajo el gobierno de España, sino en las poblaciones principales, porque siempre se tuvo interés en que la ilustración no se difundiera en las colonias. ¿Cómo sería la escuela de Guama, donde una reducida población, apartada de los centros principales, apenas podía atender a las necesidades materiales de la vida? Una maestra, como la señora Gregoria, abría la escuela como industria para ganar la vida, y enseñaba a leer mal, la doctrina cristiana, que a fuerza de azotes se les hacía aprender de memoria a los muchachos, y cuando más a formar palotes según el método del profesor Palomares. Mi cuñado Bernardo Fernández me sacó de la escuela para llevarme a su tienda de mercería o bodega, en donde me enseño a detallar víveres, ocupando las horas de la mañana y de la tarde en sembrar cacao.

Con mi cuñado pasé algún tiempo, hasta que un pariente nuestro, Domingo Páez, natural de Canarias, me llevó, en compañía de mi hermano José de los Santos, a la ciudad de San Felipe, para darnos ocupación en sus negocios, que eran bastante considerables.

Mi madre, que vivía en el pueblo de Guama, me llamó a su lado el año de 1807, y, por el mes de Junio, me dio comisión de llevar cierto expediente sobre asuntos de familia a un abogado que residía en Patio Grande, cerca de Cabudare, pueblo de la actual provincia de Barquisimeto. Debía además conducir una regular suma de dinero. Tenía yo entonces diez y siete años, y me enorgullecí mucho con el encargo, tanto más cuanto que para el viaje se me proveyó con una buena mula, una espada vieja, un par de pistolas de bronce, y doscientos pesos destinados a mis gastos personales. Acompañábame un peón, que a su regreso debía llevar varias cosas para la familia.

Ninguna novedad me ocurrió a la ida; mas, al volver a casa, sumamente satisfecho con la idea de que yo era hombre de confianza, joven, y como tal imprudente, enorgullecido además con la cantidad de dinero que llevaba conmigo, y deseoso de lucirme, aproveché la primera oportunidad de hacerlo, la cual no tardó en presentarse, pues, al pasar por el pueblo de Yaritagua, entré en una tienda de ropa a pretexto de comprar algo, y al pagar saqué sobre el mostrador cuánto dinero llevaba, sin reparar en las personas que había presentes, más que para envanecerme de que todos hubiesen visto que yo era hombre de espada y de dinero.

Los espectadores debieron conocer desde luego al mozo inconsiderado, y acaso formaron inmediatamente el plan de robarme. No pensé yo más en ellos y seguí viaje, entrando por el camino estrecho que atraviesa, bajo alto y espeso arbolado, la montaña de Mayurupí. Ufano con llevar armas, pensé en usarlas, y saqué del arzón una de las pistolas, la única que estaba cargada, para matar un loro que estaba parado en una rama. Pero al punto se me ocurrió que era ya tarde, que tenía que viajar toda la noche para poder llegar a mi casa, y que en la pistola cargada consistía mi principal defensa.

No bien seguí avanzando cuando la ocasión vino a demostrar la certeza de mi raciocinio, pues a pocos pasos me salió de la izquierda del camino un hombre alto, a quien siguieron otros tres que se abalanzaron a cogerme la mula por la brida। Apenas lo habían hecho cuando salté yo al suelo por el lado derecho, pistola en mano. Joven, sin experiencia alguna de peligros, mi apuro en aquel lance no podía ser mayor; sin embargo, me sentí animado de extraordinario arrojo viendo la alevosía de mis agresores, y en propia defensa resolví venderles cara la vida.



El que parecía jefe de los salteadores se adelantaba hacia mí con la vista fija en la pistola con que le apuntaba, mientras iba yo retrocediendo conforme él avanzaba. El tenía en una mano un machete, y en la otra el garrote. Tal vez creía que no me atrevería yo a dispararle, porque cuando le decía que se detuviera, no hacía caso de mis palabras, pensando quizás que como ya se había apoderado de mi cabalgadura, le sería no menos fácil intimidarme o rendirme. Avanzaba pues siempre sobre mí en ademán resuelto y yo continuaba retrocediendo hasta que, cuando estábamos cosa de veinte varas distantes de sus compañeros, se me arrojó encima, tirándome una furiosa estocada con el machete. Sin titubear disparé el tiro, todavía sin intención de matarlo, pues hasta entonces me contentaba con herirlo en una pierna; pero él, por evitar la bala, se hizo atrás con violencia, y la recibió en la ingle.

Mudo e inmóvil permanecí por un instante. Creyendo haber errado el tiro, y que el mal hombre se me vendría luego a las manos, desenvainé la espada y me arrojé sobre él para ponerle fuera de combate; mas al ir a atravesarlo me detuve, porque le vi caer en tierra sin movimiento. Ciego de cólera y no pensando sino en mi propia salvación, corrí entonces con espada desnuda sobre los demás ladrones; mas éstos no aguardaron, y echaron a huir cuando se vieron sin jefe, y perseguidos por quien, de joven desprevenido y fácil de amedrentar, se había convertido en resuelto perseguidor de sus agresores.

Fortuna grande fue para mí, que allí tal vez hubiera pagado con la vida la temeridad de sostener un ataque tan desigual. Comprendiéndolo así, sin pérdida de tiempo salté con presteza sobre mi mula, abandonada en la montaña; y al pasar por junto al cadáver del salteador, arrojé sobre él, lleno de rabia, la pistola, que se había reventado en mis manos al dispararla, y proseguí bien a prisa mi viaje. Sólo entonces eché de ver que la pistola, al salir el tiro, me había lastimado la mano.

Una hora después de este acontecimiento sobrevino la noche, acompañada de truenos y de una copiosa lluvia, y tan oscura y tenebrosa, que muchas veces me veía obligado a detenerme para buscar a la luz de los relámpagos el sendero que debía seguir. Era mi posición sumamente embarazosa; rodeado por todas partes de torrentes que estrepitosamente bajaban por las quebradas, parecía que todo conspiraba a aumentar mis zozobras y temores, a pesar de que se me ocurría que lo que había hecho era un acto justificado por las leyes divinas y humanas.

A las cuatro de la mañana llegué a casa, sumamente preocupado, y no comuniqué lo ocurrido a otra persona más que a una de mis hermanas। Permanecí allí tranquilo por algunos días, hasta que principiaron a esparcirse rumores de que yo había sido el héroe de la escena del bosque। Entonces, sin consultar a nadie, e inducido solamente por un temor pueril, resolví ocultarme, y tomando el camino de Barinas, me interné hasta las riberas del Apure, donde, deseando ganar la vida honradamente busqué servicio en clase de peón, ganando tres pesos por mes en el hato de la Calzada, perteneciente a Don Manuel Pulido.
Tomado de la Autobiografía Del General José Antonio Páez pág. 1 y 2

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